Monday, April 10, 2017

Homo sacer o La devaluación del ser humano

Antes que la brocha de la tradición cristiana transformara el contorno de la esencia de la vida, el homo sacer de la Roma pagana era el marginado y abominable;  quien podía ser aniquilado impunemente por renegado, un fuera de la ley.  Su sentido sagrado llegó con el cristianismo, encerrando en sí este vocablo la esencia misma de nuestra historia: el bien y el mal, lo execrable y lo divino.  Siempre según la norma impuesta.  Esta incongruencia viene, creo, a resumir la forma en que atendemos y entendemos hoy al inmigrante.  Definimos empecinados la naturaleza humana, no como algo que fluye, que se hace y rehace según nos vamos conociendo, sino como algo estático, cuya identidad pierde valor atravesando fronteras.  O algo así.  

En el imaginario popular, el límite entre el bien y el mal lo crean las concertinas y cayucos de unas políticas de inmigración hondamente ineficaces.  Estas políticas ponen a prueba la moral del país, obligándonos a elegir entre (1) aceptar y tratar al inmigrante como ser humano y arriesgar el cambio inevitable de quiénes somos como nación —o qué valores nos definen como tal, o (2) deshacernos de una vez por todas del Convenio Europeo de los Derechos Humanos, cambiando o despreciando en esencia quienes somos y desatendiendo nuestras obligaciones internacionales.  

La retórica desde los distintos púlpitos de poder ha sido diversa: Obama, desde actuar como mero animador desde la barrera mientras animaba a un Congreso que no le había escuchado durante años,  desperdiciando el poder y los medios a su alcance para parar las más de 1.100 deportaciones diarias;  Katie Hopkins, la columnista del Sun, más recientemente se refería a los inmigrantes que cruzaban el Mediaterreo como “cucarachas” que arruinarán las ciudades británicas; Para Trump los indocumentados del país vecino son “ladrones, violadores, y traficantes de drogas”; el presidente checo Milos Zeman advertía de la perversión cultural que se avenía con los refugiados e inmigrantes; D. Cameron y su ministro de asuntos exteriores los tachaban de piratas que acabarían con la civilización europea. . . . Ustedes mismos.  Según las Naciones Unidas, el 84% de las personas que arriesgan sus vidas cruzando en bote el Mediterráneo son refugiados.  Refugiados.

A juzgar por el último enviste a la ley universal y por el discurso terco y simplista en los medios de comunicación y de líderes políticos españoles, en este caso, sobre inmigración, la suerte está echada.   “Vistos desde lejos, con sus ropas oscuras, se asemejan a una bandada de murciélagos colgados en la alambrada”. El País —donde apareció el símil— no se anda con tapujos y va así más allá de la descalificación del inmigrante como invasores en bandada, “peligrosos y violentos” derechitos a su deshumanización.  Hay luego políticos con complejo de Oráculo de Delfos aciago: “Si abrimos nuestras fronteras, el deterioro social puede ser irreversible” —Conrado Escobar, diputado del PP por La Rioja.  Y ya está.  El inmigrante, que osa cruzar la frontera “en bandada” y sin papeles,  se convierte en un problema de seguridad nacional, contra quien la sociedad autóctona debe ser protegida usando tanta fuerza como las autoridades consideren oportuno, mal les cueste la vida.

Ejemplos de la frivolidad y miseria moral del debate público sobre inmigración en España y el extranjero sobran.  En general, se asume que la llegada de inmigrantes supondrá un empeoramiento de la calidad de vida del ciudadano, lo cual, a parte de simplista, desvía la atención de las verdaderas causas políticas y económicas de la inmigración y del hecho de que la pobreza en España, por ejemplo, ha llegado a ser extensa (la sufre ya el 25% de la población), mucho más intensa y además crónica.  Este incremento de la desigualdad socio-económica en el país difícilmente es debido a los inmigrantes con o sin papeles.  Además, el paro, la precariedad laboral, el reducidísimo gasto social, y los recortes draconianos en los sistemas de protección públicos (educación y sanidad) son los encargados de la segmentación y estratificación social, del deterioro del Estado de bienestar. El creciente discurso xenófobo de antaño le está haciendo juego a esas políticas hegemónicas de austeridad que nos carean a unos contra los otros, en un combate por la subsistencia que difícilmente es en igualdad de condiciones.

Queda claro que el debate sobre inmigración se beneficiaría sobremanera si se estableciera sobre las bases sólidas de los principios democráticos y de los derechos humanos y dejara de usarse para ganancias electoralistas.  Así, sin cuestionarnos cómo se redistribuye la riqueza, los efectos del mercado libre y la desigualdad global de oportunidades, nos vemos edificando —con la última reforma en la administración de los CIEs— un Guantánamo para los sin papeles, ese homo sacer a quien le extirpamos de sus derechos y deberes como ser humano.  Doy fe de que lo que marca la experiencia del inmigrante no es tanto el cruzar la frontera como el perpetuo recuerdo de que se pertenece “al otro lado”.  Además, la inestabilidad jurídica del indocumentado, los prejuicio éticos y racistas a que se enfrentan, el déficit de las redes o grupos de apoyo para su eficaz integración, el desconocimiento del medio social y para muchos la falta de competencia lingüística suponen vallas más peligrosas que las de Ceuta o Melilla, porque, además, al de enfrente le han puesto los espolones artificiales de la opresión, el miedo y la desinformación.    

No comments:

Post a Comment

De piñón fijo

La pobreza ya no será obstáculo para el aprendizaje, y tal aprendizaje deberá ofrecer una puerta por la cual salir de la pobreza … puesto qu...