Monday, April 10, 2017

Chovinismo lingüístico

A bote pronto se aprecia claramente la hipocresía de unas políticas que reclaman el bilingüismo para una población de españolitos cada vez más comprimida —por la falta de espacio en una ratio alumno/maestro que se ha visto incrementada en un 20%, y reducido el número de quienes tienen acceso a una educación bilingüe . . . de calidad— pero que se empecina en disolver la riqueza lingüística en el jarro común del español estándar.  No me olvido de los alumnos inmigrantes, quienes son recluidos en aulas cuya finalidad es arreglarles su supuesta “deficiencia  lingüística” cuanto antes, esto es, hacerles olvidar su lengua madre para pasar a sentirse seguidamente tan españolitos como el que más.  Porque, como Wert debió aprender ricamente en su época escolar allá por los 50 o 60, una nación que se precie ha de poseer una única lengua, reflejo innegable del espíritu nacional-católico, mermando cualquier otra idiosincrasia, personalidad o temperamento distinto al de la madre patria.  

Hoy, al igual que en el siglo pasado, lenguas oficiales en la península además del castellano, como el catalán —con unos seis millones de hablantes— cooficial con el castellano en Cataluña, Baleares y Valencia (valenciano), el gallego —hablado por unos tres millones— en Galicia, el vasco, vascuence o euskera —hablado por unas 700.000 mil personas en su gran mayoría bilingües del País Vasco y Navarra, así como otras lenguas no oficiales como el aragonés, el asturleonés o el bable, se ven desde el gobierno y parte de la academia como variedades corruptas, imperfectas, tan empobrecidas e impuras como peligrosas para la supervivencia de la identidad lingüístico-cultural del español.  Esto va claramente en contra de la Constitución española, la cual en su Artículo 3.2 confirma que “las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas”. 

El plurilingüismo de la sociedad española denota esa riqueza cultural e histórica intrínseca a un pueblo tan diverso como su geografía. Cada lengua dentro de España es un trozo significativo del rompecabezas lingüístico que compone la variedad de lenguas de la península.  Si relegamos una lengua, el catalán, por ejemplo, a un segundo plano, seremos incapaces de acabar nuestro rompecabezas.  No se puede comprender España sin todas sus lenguas; esto es, sin todos sus ciudadanos.

El 9 de octubre de 2012, el ahora exministro de Educación y Cultura tuvo “el coraje”, según proclamaba el diario La Razón, “de denunciar la manipulación nacionalista de las escuelas para falsear la Historia común de los españoles, para adoctrinar en la secesión y para instalar un rechazo a todo lo que España es y significa.”  Cita que debió de haber sido acogida con gran orgullo por la RAH.  Pedirles en un futuro que reconozcan la diversidad cultural y lingüística de España será tamaña apostasía como el reconocimiento por su parte de la represión franquista.  No en vano ya se eliminó en la nueva propuesta educativa toda referencia a la globalización económica y cultural y sus consecuencias en materia de derechos humanos parcheando el boquete dejado por estos valores fundamentales con una denuncia al llamado “nacionalismo excluyente”.  Se entiende muy bien este poder de la lengua como símbolo de pertenencia a un grupo y tanto políticos como sociólogos o lingüistas lo usan en defensa de su visión particular de lo que debe constituir la identidad nacional.  Pregunto: ¿se es menos español por hablar en catalán?  De todas formas, ¿qué características debe poseer el español ideal?

Esta española asiste con no menos embeleso al secuestro de la educación plural y orientada a ofrecer las destrezas necesarias para el autodidactismo, innegable ya, en la era de la tecnología y la información.  El patrioterismo académico ha echado la uña a la educación ética o cívica y el respeto a la diversidad, sustituyéndolo con una machacona alusión a la simbología del Estado nacional, vinculado de manera expresa a una moral católica donde la homogeneización es una cuestión de ley natural.  Divina.  Se podría entender pues que estamos ante un caso de chovinismo lingüístico y académico de políticos y burócratas.  Asistimos a una subordinación innegable de cualquier otra lengua peninsular a la estándar, bajo riesgo de la barbarie de la insubordinación y el consiguiente desmembramiento nacional.  Miguel Hernández dibujó nuestra naturaleza bajo este tipo de nacionalismo recalcitrante en el más puro español: “Carne de yugo ha nacido. Mas humillado que bello”.

En cuanto  a la valoración del bilingüismo al que hice referencia al inicio, Aguirre siguió la tendencia de contratar a profesores de inglés nativos, exhibiendo una vez más el chovinismo lingüístico que avala el mero hecho de hablar inglés como lengua materna como sola condición para la práctica de calidad en la enseñanza del mismo.  En cuanto a la justa valoración de las lenguas peninsulares, aún hay quienes defienden que una sociedad no puede funcionar como dios manda sin el reconocimiento y la hegemonía de una sola lengua y su cultura mayoritaria.  La desafortunada afirmación del exministro Wert sobre el objetivo de la educación en las escuelas lo confirma.  La propuesta del ministro sigue careciendo además del apoyo normativo y pedagógico y corresponde a un modelo de hegemonía nacional.  De hecho, nuestro modelo de educación bilingüe en regiones como Cataluña y País Vasco ha sido motivo de admiración por investigadores internacionales. 

Cuando se falla en reconocer la pluralidad lingüística de España, se está dejando en la cuneta un número considerable de ciudadanos y residentes quienes, quieran sus representantes políticos o no, su lengua es la expresión de su identidad, también española, y como tal, forman parte de la pluralidad cultural y lingüística del país.  Intentar imponer una asimilación lingüística al conjunto de la comunidad es negar los beneficios del plurilingüismo para una sociedad del siglo XXI.  Negar a las diferentes lenguas cooficiales el mismo valor del que tradicionalmente ha disfrutado el castellano es retroceder a una visión estrecha y yerma de la sociedad.  Esta involución lingüística lleva necesariamente otra paralela, la cultural. 

No sólo estamos ante una cuestión de cómo operar y de qué enseñar en las escuelas, sino de qué tipo de sociedad queremos: pluralista o conformista, solidaria o intolerante. Queda claro que las cuestiones del lenguaje  son en esencia cuestiones de poder.  El monolingüismo instituido desde la administración central responde a la expresa ideología del gobierno, para quién no hay lugar a la pluralidad.  Parafraseando a un patriótico Theodore Roosevelt, desde el Ministerio de educación se considera que la “españolización es el experimento más glorioso de la humanidad en la ciencia del vivir cotidiano.  Si este experimento quiebra, sería una catástrofe para nuestra civilización”.

Con su última reforma educativa, la octava en cuarenta años, quedó demostrado que la capacidad de nuestro gobierno para implementar políticas educativas abiertas al diálogo intercultural y tolerantes hacia otras formas de ser y pensar es muy limitada.  Cada vez va siendo más difícil reconciliar los distintos puntos de vista subrayando la universalidad de los derechos humanos mientras se mantienen las diferencias culturales.  No hay diálogo ni compromiso ni ademán de buena intención, como lo hubo en la retórica de reformas anteriores como la LOE.  

Considerando que la cultura, a través del lenguaje, enmarca nuestra educación, pocas intenciones tiene el gobierno para apoyar el entendimiento mutuo; para promover una educación justa y equitativa, enriquecida por la creciente interculturalidad y multilingüismo.  Este patrioterismo enarbolado por el Ministerio de Educación no tiene cabida en el debate sobre qué es lo que define y mantiene cohesionada a una sociedad.  Nos devuelve a la visión uniforme, homogénea y centralizada más propia de aquellos que añoran la vuelta —cuando no destape— del ideario franquista.  Si no es capaz de aceptar que una democracia no requiere la eliminación de las diferencias sino el perfeccionamiento y la conservación de éstas, que se marche.   No em representen. 

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