A
bote pronto se aprecia claramente la hipocresía de unas políticas que reclaman
el bilingüismo para una población de españolitos cada vez más comprimida —por
la falta de espacio en una ratio alumno/maestro que se ha visto incrementada en
un 20%, y reducido el número de quienes tienen acceso a una educación bilingüe
. . . de calidad— pero que se empecina en disolver la riqueza lingüística en el
jarro común del español estándar. No me olvido de los alumnos
inmigrantes, quienes son recluidos en aulas cuya finalidad es arreglarles su
supuesta “deficiencia lingüística” cuanto antes, esto es, hacerles
olvidar su lengua madre para pasar a sentirse seguidamente tan españolitos como
el que más. Porque, como Wert debió aprender ricamente en su época
escolar allá por los 50 o 60, una nación que se precie ha de poseer una única
lengua, reflejo innegable del espíritu nacional-católico, mermando cualquier
otra idiosincrasia, personalidad o temperamento distinto al de la madre
patria.
Hoy, al igual que en
el siglo pasado, lenguas oficiales en la península además del castellano, como
el catalán —con unos seis millones de hablantes— cooficial con el castellano en
Cataluña, Baleares y Valencia (valenciano), el gallego —hablado por unos tres
millones— en Galicia, el vasco, vascuence o euskera —hablado por unas 700.000
mil personas en su gran mayoría bilingües del País Vasco y Navarra, así como otras lenguas no
oficiales como el aragonés, el asturleonés o el bable, se
ven desde el gobierno y parte de la academia como variedades corruptas,
imperfectas, tan empobrecidas e impuras como peligrosas para
la supervivencia de la identidad lingüístico-cultural del español. Esto
va claramente en contra de la Constitución española, la cual en su Artículo 3.2
confirma que “las demás lenguas españolas serán también oficiales en las
respectivas Comunidades Autónomas”.
El
plurilingüismo de la sociedad española denota esa riqueza cultural e histórica
intrínseca a un pueblo tan diverso como su geografía. Cada lengua dentro de
España es un trozo significativo del rompecabezas lingüístico que compone la
variedad de lenguas de la península. Si relegamos una lengua, el catalán,
por ejemplo, a un segundo plano, seremos incapaces de acabar nuestro
rompecabezas. No se puede comprender
España sin todas sus lenguas; esto es, sin todos sus ciudadanos.
El
9 de octubre de 2012, el ahora exministro de Educación y Cultura tuvo “el
coraje”, según proclamaba el diario La Razón, “de denunciar la manipulación
nacionalista de las escuelas para falsear la Historia común de los españoles,
para adoctrinar en la secesión y para instalar un rechazo a todo lo que España
es y significa.” Cita que debió de haber sido acogida con gran
orgullo por la RAH. Pedirles en un futuro que reconozcan la
diversidad cultural y lingüística de España será tamaña apostasía como el
reconocimiento por su parte de la represión franquista. No en vano ya
se eliminó en la nueva propuesta educativa toda referencia a la globalización
económica y cultural y sus consecuencias en materia de derechos humanos
parcheando el boquete dejado por estos valores fundamentales con una denuncia
al llamado “nacionalismo excluyente”. Se entiende muy bien este
poder de la lengua como símbolo de pertenencia a un grupo y tanto políticos
como sociólogos o lingüistas lo usan en defensa de su visión particular de lo
que debe constituir la identidad nacional. Pregunto: ¿se es menos español por hablar en
catalán? De todas formas, ¿qué características debe poseer el español
ideal?
Esta
española asiste con no menos embeleso al secuestro de la educación plural y
orientada a ofrecer las destrezas necesarias para el autodidactismo, innegable
ya, en la era de la tecnología y la información. El patrioterismo
académico ha echado la uña a la educación ética o cívica y el respeto a la
diversidad, sustituyéndolo con una machacona alusión a la simbología del Estado
nacional, vinculado de manera expresa a una moral católica donde la
homogeneización es una cuestión de ley natural. Divina. Se podría
entender pues que estamos ante un caso de chovinismo lingüístico y académico de
políticos y burócratas. Asistimos a una subordinación innegable de
cualquier otra lengua peninsular a la estándar, bajo riesgo de la barbarie de
la insubordinación y el consiguiente desmembramiento nacional. Miguel
Hernández dibujó nuestra naturaleza bajo este tipo de nacionalismo
recalcitrante en el más puro español: “Carne de yugo ha nacido. Mas humillado
que bello”.
En
cuanto a la valoración del bilingüismo al
que hice referencia al inicio, Aguirre siguió la tendencia de contratar a
profesores de inglés nativos, exhibiendo una vez más el chovinismo lingüístico
que avala el mero hecho de hablar inglés como lengua materna como sola
condición para la práctica de calidad en la enseñanza del mismo. En
cuanto a la justa valoración de las lenguas peninsulares, aún hay quienes
defienden que una sociedad no puede funcionar como dios manda sin el
reconocimiento y la hegemonía de una sola lengua y su cultura mayoritaria. La
desafortunada afirmación del exministro Wert sobre el objetivo de la educación
en las escuelas lo confirma. La propuesta del ministro sigue
careciendo además del apoyo normativo y pedagógico y corresponde a un modelo de
hegemonía nacional. De hecho, nuestro modelo de educación bilingüe
en regiones como Cataluña y País Vasco ha sido motivo de admiración por
investigadores internacionales.
Cuando
se falla en reconocer la pluralidad lingüística de España, se está dejando en
la cuneta un número considerable de ciudadanos y residentes quienes, quieran
sus representantes políticos o no, su lengua es la expresión de su identidad,
también española, y como tal, forman parte de la pluralidad cultural y
lingüística del país. Intentar imponer
una asimilación lingüística al conjunto de la comunidad es negar los beneficios
del plurilingüismo para una sociedad del siglo XXI. Negar a las
diferentes lenguas cooficiales el mismo valor del que tradicionalmente ha
disfrutado el castellano es retroceder a una visión estrecha y yerma de la
sociedad. Esta involución lingüística lleva
necesariamente otra paralela, la cultural.
No
sólo estamos ante una cuestión de cómo operar y de qué enseñar en las escuelas,
sino de qué tipo de sociedad queremos: pluralista o conformista, solidaria o
intolerante. Queda claro que las cuestiones del lenguaje son en
esencia cuestiones de poder. El monolingüismo instituido desde la
administración central responde a la expresa ideología del gobierno, para quién
no hay lugar a la pluralidad. Parafraseando a un patriótico Theodore
Roosevelt, desde el Ministerio de educación se considera que la “españolización
es el experimento más glorioso de la humanidad en la ciencia del vivir
cotidiano. Si este experimento quiebra, sería una catástrofe para
nuestra civilización”.
Con
su última
reforma educativa, la octava en cuarenta años, quedó demostrado que la
capacidad de nuestro gobierno para implementar políticas educativas abiertas al
diálogo intercultural y tolerantes hacia otras formas de ser y pensar es muy limitada. Cada vez va siendo más difícil reconciliar los distintos
puntos de vista subrayando la universalidad de los derechos humanos mientras se
mantienen las diferencias culturales. No hay diálogo ni compromiso
ni ademán de buena intención, como lo hubo en la retórica de reformas
anteriores como la LOE.
Considerando
que la cultura, a través del lenguaje, enmarca nuestra educación, pocas
intenciones tiene el gobierno para apoyar el entendimiento mutuo; para
promover una educación justa y equitativa, enriquecida por la creciente
interculturalidad y multilingüismo. Este patrioterismo enarbolado
por el Ministerio de Educación no tiene cabida en el debate sobre qué es lo que
define y mantiene cohesionada a una sociedad. Nos devuelve a la
visión uniforme, homogénea y centralizada más propia de aquellos que añoran la
vuelta —cuando no destape— del ideario franquista. Si no es capaz de
aceptar que una democracia no requiere la eliminación de las diferencias sino
el perfeccionamiento y la conservación de éstas, que se marche. No
em representen.
No comments:
Post a Comment