Antes que la brocha de la tradición cristiana
transformara el contorno de la esencia de la vida, el homo sacer de la Roma
pagana era el marginado y abominable; quien
podía ser aniquilado impunemente por renegado, un fuera de la ley. Su sentido sagrado llegó con el cristianismo,
encerrando en sí este vocablo la esencia misma de nuestra historia: el bien y
el mal, lo execrable y lo divino. Siempre
según la norma impuesta. Esta
incongruencia viene, creo, a resumir la forma en que atendemos y entendemos hoy
al inmigrante. Definimos empecinados la
naturaleza humana, no como algo que fluye, que se hace y rehace según nos vamos
conociendo, sino como algo estático, cuya identidad pierde valor atravesando
fronteras. O algo así.

La retórica desde los distintos púlpitos de
poder ha sido diversa: Obama, desde actuar como mero animador desde la barrera
mientras animaba a un Congreso que no le había escuchado durante años, desperdiciando el poder y los medios a su
alcance para parar las más de 1.100 deportaciones diarias; Katie
Hopkins, la columnista del Sun, más recientemente se refería a los inmigrantes
que cruzaban el Mediaterreo como “cucarachas” que arruinarán las ciudades
británicas; Para Trump los indocumentados del país vecino son “ladrones,
violadores, y traficantes de drogas”; el presidente checo Milos Zeman advertía
de la perversión cultural que se avenía con los refugiados e inmigrantes; D.
Cameron y su ministro de asuntos exteriores los tachaban de piratas que acabarían
con la civilización europea. . . . Ustedes mismos. Según las Naciones Unidas, el 84% de las
personas que arriesgan sus vidas cruzando en bote el Mediterráneo son
refugiados. Refugiados.
A juzgar por el último enviste a la ley
universal y por el discurso terco y simplista en los medios de comunicación y de
líderes políticos españoles, en este caso, sobre inmigración, la suerte está
echada. “Vistos desde lejos, con sus
ropas oscuras, se asemejan a una bandada de murciélagos colgados en la
alambrada”. El País —donde apareció el
símil— no se anda con tapujos y va así más allá de la descalificación del
inmigrante como invasores en bandada, “peligrosos y violentos” derechitos a su
deshumanización. Hay luego políticos con
complejo de Oráculo de Delfos aciago: “Si abrimos nuestras fronteras, el
deterioro social puede ser irreversible” —Conrado Escobar, diputado del PP por
La Rioja. Y ya está. El inmigrante, que osa cruzar la frontera “en
bandada” y sin papeles, se convierte en
un problema de seguridad nacional, contra quien la sociedad autóctona debe ser
protegida usando tanta fuerza como las autoridades consideren oportuno, mal les
cueste la vida.
Ejemplos de la
frivolidad y miseria moral del debate público sobre inmigración en España y el
extranjero sobran. En general, se asume
que la llegada de inmigrantes supondrá un empeoramiento de la calidad de vida
del ciudadano, lo cual, a parte de simplista, desvía la atención de las
verdaderas causas políticas y económicas de la inmigración y del hecho de que
la pobreza en España, por ejemplo, ha llegado a ser extensa (la sufre ya el 25%
de la población), mucho más intensa y además crónica. Este incremento de la desigualdad
socio-económica en el país difícilmente es debido a los inmigrantes con o sin papeles.
Además, el paro, la precariedad laboral,
el reducidísimo gasto social, y los recortes draconianos en los sistemas de
protección públicos (educación y sanidad) son los encargados de la segmentación
y estratificación social, del deterioro del Estado de bienestar. El creciente
discurso xenófobo de antaño le está haciendo juego a esas políticas hegemónicas
de austeridad que nos carean a unos contra los otros, en un combate por la
subsistencia que difícilmente es en igualdad de condiciones.
Queda claro que el
debate sobre inmigración se beneficiaría sobremanera si se estableciera sobre
las bases sólidas de los principios democráticos y de los derechos humanos y
dejara de usarse para ganancias electoralistas.
Así, sin cuestionarnos cómo se redistribuye la riqueza, los efectos del
mercado libre y la desigualdad global de oportunidades, nos vemos edificando —con
la última reforma en la administración de los CIEs— un Guantánamo para los sin
papeles, ese homo sacer a quien le extirpamos de sus derechos y deberes como
ser humano. Doy fe de que lo que marca
la experiencia del inmigrante no es tanto el cruzar la frontera como el
perpetuo recuerdo de que se pertenece “al otro lado”. Además, la inestabilidad jurídica del
indocumentado, los prejuicio éticos y racistas a que se enfrentan, el déficit
de las redes o grupos de apoyo para su eficaz integración, el desconocimiento
del medio social y para muchos la falta de competencia lingüística suponen
vallas más peligrosas que las de Ceuta o Melilla, porque, además, al de enfrente
le han puesto los espolones artificiales de la opresión, el miedo y la
desinformación.